martes, 13 de agosto de 2013

La soledad de los reencuentros


"No, créame usted, un primer amor no puede ser sustituido"- Honoré de Balzac.


I

Las gotas de garúa miserable, gris y melancólica le caían en la cara a ambos, pero más le dolían a Santiago. No tocaban su piel y se deslizaban por sus pómulos hasta perderse en alguna parte de su cuerpo enjuto; esas gotas minúsculas y constantes laceraban su epidermis, atravezaban sus músculos y llegaban hasta sus huesos, y acaso iban a terminar también en lo más profundo de su corazón.

La habitación se había detenido. Un silencio desesperante se había apoderado del lugar en el que no cabía un sentimiento más; todos juntos, atiborrados entre recuerdos, promesas, juramentos, lágrimas, cigarros, cafés y libros; el lugar era un santuario que aguardaba por algún milagro cuando él llegase junto a Lucía.

-No tenemos por qué hablar de estas cosas aquí, no es el lugar adecuado, ¿no crees?- Lucía secaba con sus manos las gotas que quedaban temblorosas en el saco de Santiago.
-Si no es aquí, ¿dónde entonces?- dijo molesto Santiago- yo entiendo que nunca tengas tiempo, pero esto creo que no puede esperar más.
-Seguro, pero no me siento cómoda, Santiago- Lucía se volvió a su frente por donde jugaban niños que se detuvieron al ver su mirada fija en ellos- vámonos, ¿quieres?
-Siempre quieres hacer lo que tú dices, no solo ahora- dijo Santiago dándose golpecitos con el puño cerrado en su rodilla.
-Y tú siempre has querido culparme de todo a mí, ¿podrías ser un poquito más hombre y enfrentar las cosas? – gritó Lucía.
-¿Enfrentar qué?, lo indiferente que eres, o el saber que ya no sientes lo mismo, o que quizás nunca lo sentiste. No necesito nada más que tu disposición para decirme la verdad, lo que realmente sientes, no puedo continuar haciéndome a la idea de algo que no va a funcionar, o quizás, de algo que ya se murió hace mucho tiempo atrás y que sigo arrastrando conmigo. No creas que no lo he notado, cuando quieres el mundo está en tus manos y todo puede estar de maravilla, después, después te bloqueas, no puedes o no quieres sentir, cada vez hablas menos, se te nota, Lucía, se te nota tanto que el amor mismo a veces te es insuficiente- Santiago la miraba fijamente a los ojos mientras que Lucía miraba los árboles que eran movidos por el viento. El rocío de las hojas eran aún visibles, la tarde estaba por caer- creo que tanto amor te bloquea, te da miedo.
Lucía bajó la mirada y quedó por un momento en silencio. El griterío de los niños cada vez se fue apagando, arriba, los faros empezaban a calentar en las cuatro esquinas de la plaza, en las bancas había parejas amándose, probablemente haciéndose promesas que en algún momento también se habían hecho Santiago y Lucía, pensaban entonces ¿en dónde había quedado todo lo que sintieron? ¿a dónde va lo que uno siente cuando, de pronto, un súbito ataque de temor y bloqueo emocional hace pensar lo antes inimaginado?
-No lo sé- dijo escuetamente Lucía.
-¿Hay algo que sepas y que puedas decirme ahora?- se desesperó Santiago.
-No sé qué me pasa. No es lo mismo, tú lo sabes, entiendo que esto te afecte, pero creo que es tu culpa, creo que no debiste ir tan rápido, no debiste quererme así, al punto de sentirme segura de todo. Sabes que te quiero, pero ya no sé de qué manera, y lamento hacerte daño, pero yo necesito ahora otra cosa, no sé si esté lista para amar a alguien- Lucía hacía gestos que Santiago no había visto en ella antes; intentaba explicar las cosas de una manera distinta a las anteriores. Sus ojos se llenaron de lágrimas y continuó explicando- contigo tengo miedo a perder mi libertad, y no solo por ti, sino por mí, porque sé que te puedo amar más de la cuenta siempre, como siempre, Santiago.
-No es posible- susurró Santiago- no puedo creer que te quites la posibilidad de ser feliz.
-Eso sonó demasiado egocéntrico- reprendió Lucía.
-No lo digo por mí, sino por ti; haces cosas que no quieres, quieres cosas que alejas, nada te es imprescindible, no le tienes miedo al vacío, no tienes temor de perder cosas o personas, es como si al final te conformaras con tu propio destino, o lo que es peor, como si te conformaras con tus propias decisiones equívocas- explicó Santiago.
-Yo no me equivoco, todo lo hago pensando muy bien las cosas- respondió Lucía.
-Crees que tienes el control de las cosas, Lucía, pero no. Date cuenta, se te van de las manos, a veces siento que eres el dibujo más perfecto que existe pero que olvidaron colorear, y le temes a todo, te temes a ti misma, eso no es la felicidad- Santiago giró todo su cuerpo hacia lucía y se acercó un poco a ella, la garúa cada vez era más intensa, todo el parque había cobrado un color verde intenso, los caminos de piedra estaban húmedos y grises, el contraste era perfecto, oscurecía- si es que existe de alguna u otra manera.
-No sé si tú seas mi felicidad- dijo Lucía.
-Pero no estás segura de que no la sea tampoco - respondió Santiago inmediatamente.
-¿Santiago, nos podemos ir?- casi suplicó Lucía.
-Está bien.

Llegaron a la habitación y prepararon café. Ambos amaban pasar horas juntos tomando café y leyendo, conversando de algún tema vago o sobre algún hecho político importante, no era difícil que se pusieran de acuerdo en varias cosas, coincidían hasta en las ideas más radicales, era extraño que siendo tan distintos lograran ese nivel de entendimiento, “nosotros, que somos diferentes, podemos atraernos más y mejor siempre” le había dicho alguna vez Lucía a Santiago luego de tomar café una madrugada.
No encendieron la luz. La habitación se quedó casi a oscuras, iluminada únicamente por una lamparilla que alumbraba tenuemente y que se encontraba al otro extremo de la habitación, encima de un velador de madera viejo en el que había más libros y algunas cartas perdidas de cuando empezó todo. Con el café, sus cuerpos se calentaron un poco, el tiempo había mejorado; afuera, la noche soporaba los últimos vestigios de una tarde fría que había tenido, para Santiago, todo el peso del mundo. Se quedaron media hora sin hablar, cruzando a ratos miradas tímidas, pidiendo explicacaciones que probablemente no llegarían, queriendo acercarse y pensando que era incorrecto ahora, que el tiempo les había ganado ya, que quedaba muy poco para dios sabe qué, para algo, se supone.

-No quiero hacerte más daño- de pronto Lucía rompió el silencio, luego de darle el último sorbo a su taza de café.
-¿Y eso qué quiere decir?- preguntó Santiago.
-No lo sé. No quiero que sigas inestable por mí, sé que te hago daño, pero ahora no estoy lista, no sé si lo estuve cuando volvimos, no sé si pueda con todo- dijo Lucía- hay algo que creo que ya está irremediablemente perdido entre nosotros.
-Esas barreras las pones tú, pero está bien, esta vez no va a ser como la anterior, no te puedo obligar a dejar todo por mí como si fuera dios, como si en el amor el dejar todo por el otro fuese tan fácil- Santiago tenía sus manos debajo de la mesa, las iba apretando poco a poco y sentía en el pecho la angustia, esa que, sabía bien, no lo iba a dejar dormir esa noche.
-Quizás alejándote pueda sentir que no estás siempre conmigo, no estar segura de ti- le sugirió Lucía mientras se volvía a poner el abrigo- sabes que eres lo mejor que me pasó, pero ya no te quiero igual.
-Nunca debiste volver, haz lo que quieras, a estas alturas ya da igual todo, Lucía- dijo resignado Santiago.
-Ese es tu problema, siempre dejas que yo decida y nunca pones tus decisiones por encima de todo- dijo Lucía.
-Mi decisión ha sido amarte siempre, mi decisión era luchar y quedarme contigo siempre, pero mi decisión no está en tus planes, en lo que quieres y en lo que sientes. Somos diferentes entonces, aunque digas que algo sientes por mí y que quizás si me alejo, vuelvas. Sabes que eso no va a pasar; nosotros éramos la libertad de sentir por lo que hacíamos, no las condiciones que poníamos para amarnos, Lucía- dijo Santiago e hizo silencio, Lucía tenía los ojos fijos en la lamparilla del velador- será mejor que no sigamos, entonces.
-No sé si mejor, pero es lo que hay, lo siento mucho y no estés triste, por favor, sé que tengo la culpa de esto en gran medida también- dijo Lucía.
-En el parque me dijiste que yo era el culpable- exclamó Santiago- ¿a dónde vas?
-Será mejor que me vaya, ya no tengo nada que hacer aquí, si has decidido eso, está bien- dijo algo molesta Lucía.
-Sí, Lucía, yo lo decidí y es lo que quiero, seguro será mejor como tú lo dijiste. ¿cómo no te puedes dar cuenta de todo lo que te quiero? ¿cómo no tienes miedo de perder las cosas que quieres? – preguntó Santiago intrigadísimo- es que no te importaron quizás nunca esas cosas.

Lucía miró fijamente a los ojos a Santiago y salió rápidamente sin decir una sola palabra con esa forma tan particular de caminar que él amaba, con el abrigo y los jeans que tan bien le quedaban, con ese cabello lizo que caía debajo de su hombro, tristísimo y oscuro como la película de agua que se cernía sobre Lima cada tarde de invierno. En ese momento, sintió que la luz se hizo aún más tenue y extrañó todo de ella: su mirada inocente, los pómulos grandes y sus labios rosados de los que solía beber el mejor amor que probó en su vida, el mejor sabor de la esperanza y de la felicidad, y no te muevas, quédate quieta mientras me besas amor, quiero sentir tu respiración de cerca, detén el tiempo, y déjame vivir aquí si es que siempre tendré que morir en tus labios, o ahogado del furor de tus hondos deseos, prométeme que no te vas a ir, que vas a sentir esto siempre, y yo también lo sentiré, es una promesa; no, un juramento mejor, uno de esos que solo se hacen ante dios, juez de todo, que comparezca yo ante él si es que profano algún juramento de este sagrado amor.

Extrañó la forma que ella tenía de acariciarlo, sus manos lívidas, su cuerpo pálido que había conocido desde que era adolescente, la primera vez fallida en la que no hicieron el amor por temor de él, el reencuentro en alguna calle lejana en la costanera, los atardeceres con el sol más naranja que jamás vieron en el desierto, en esa callecita llena de árboles vetustos y altísimos, de maderas que parecían haber sido barnizadas por lo brillantes que se veían donde todo volvió a comenzar, esa calle triste de almas errantes en las que su amor era el único oasis de felicidad que encontraban, extrañó los sábados eternos, los besos trémulos del inicio y los interminables del final, las mil formas de hacer el amor y de llegar al placer más íntimo que ambos se conocían y que jamás querían dejar, y así, fue extrañando con cada recuerdo, cada lugar, cada rincón en el que había dejado una a una sus pasiones y deseos más profundos, las ilusiones que se le iban, porque no había para él forma más difícil de volver a empezar que por amor, y así las mañanas lentas, las tardes oscuras y las noches eternas, y qué más, ya qué más, Santiaguito.


II

Y entre mañanas inconstantes, tardes de trabajo y noches insomnes de recuerdos pasaron tres años, tiempo en el que Santiago había logrado conseguir una relativa estabilidad y acaso también felicidad junto a Valeria, una muchacha colombiana que había llegado al Perú gracias a un programa de intercambio universitario, por el que había llegado a hacer un posgrado en filosofía. Mujer espigada, de cuerpo espectacular, amabilísima, de sonrisa fácil y de ojitos soñadores. Se conocieron en un bar del centro de Lima, ¿te acuerdas, Vale?, yo estaba bien picadito y tú, guapísima llegaste a la barra, qué cantidad de gente, ¿no?, y me hice el caballero y te pregunté sin vergüenza alguna, ¿deseas algo? Yo te lo pido, descuida, y me dijiste, machísima tú, que querías unas cervezas, y obvio que las tuviste al instante, porque bueno, me llamaste mucho la atención, y luego converse que te converse y mis amigas se dieron cuenta y no me dijeron nada, sí, no te equivocas, he venido con cuatro amigas, soy el único hombre, no, Vale, no soy gay, solo que tengo más amigas mujeres, ah, que tú también, excelente, ¿y que qué hago? Escribo en un diario, tengo algunos libros y ahora trabajo para el estado como asesor en temas educativos, pero por supuesto que me interesa, ojalá aquí pudiésemos hacer algo siempre, pero hay muchas trabas, en Colombia es igual, sí, te entiendo, por cierto, qué bonito dejo, qué dulce tu voz en ese tono, me encanta, Valerita, ¿se puede, no?

Salieron un mes, con sus días y sus noches, no hubo día de ese largo y divertido mes veraniego que no se vieran. Él la iba a recoger de las clases de posgrado, ella, cuya adaptación a Lima había sido en tiempo record gracias a la gestión oportuna de Santiago, lo recogía del diario, iban a cenar, al teatro, a algún concierto, divertidos siempre, ella se preocupaba mucho de que no le faltase algo e incluso ordenaba su agenda, presentaciones, exposiciones, viajes para hacer reportajes, etc, etc. Era el apoyo que había esperado por mucho tiempo y había empezado a tomarle un cariño más que especial.

Una noche, luego de ese mes intenso de salidas, citas y encuentros a los que Santiago no estaba acostumbrado, volvieron a su departamento. Ella se mostró interesada en ir a tomar un vino con él, además aún no daban la medianoche. Gracias por lo del departamento bonito, y no me trates de usted, que me siento viejo, todo este mes lo has hecho, aunque sé que es la forma peculiar de hablar que tienen ustedes, aún no me acostumbro a eso, sí, solo a eso, te lo juro, a todo lo demás ya me doy como muy bien acostumbrado; un acostumbrado feliz. Y se desvivían en elogios el uno con el otro, poniéndose cada vez más cerca, recordando anécdotas desde la del bar del centro hasta la última que había sido ese mismo día, cuando tuvo que hacerse pasar por el novio argentino de Valeria para que su exnovio no la llame más desde Bogotá, y qué locos somos, se creyó todo el dejo, che, vos la llamás una vez más y te busco debajo de las piedras y te saco las mil putas que te parieron, boludo.

En esas estaban cuando, de pronto y como si alguna fuerza cósmica los empujara a un destino que no podían evitar, se besaron tímidamente, y después de una breve pausa en silencio, continuaron besándose con más intensidad y así siguieron toda la noche, todo esa noche de verano de marzo en la que, casi sin pedirlo, llegó a su vida Valeria de una forma diferente. Hicieron el amor por primera vez suavemente, sin prisa, él admiró la belleza de su cuerpo, hacía ejercicios, eso está visto, sus pechos eran grandes y firmes, sus piernas parecían delineadas con acuarelas de diferentes colores, su piel tersa y su perfil desafiante que recorrió tomándose más tiempo de lo debido hasta por fin darle placer a la muchacha colombiana que gritaba como una fiera incontrolable, tanto que al día siguiente algún vecino anónimo le dejó en el buzón de cartas una nota que decía: “Estimado vecino, este es un edificio decente, le rogaría pedir a su pareja que baje los decibeles a los gritos que da cuando –asumo que eso hacían- tienen sexo, puesto que ayer mis niños no han podido dormir y se pasaron la noche preguntándome por qué había mujeres que gritaban de esa manera y no supe qué decirles ni manera de callarlos, espero tome en cuenta mi pedido, gracias”.

Y así fue la primera noche en la que hicieron el amor tres veces, y en la que después de tres horas logró por fin lo que hasta ese momento le había resultado casi imposible: ¿quieres ser mi novia?, y ante la respuesta positiva, hicieron el amor una vez más para luego esperar el amanecer abrazados,  como hace tiempo no lo hacía.
La relación iba bien y estaba durando, tenían ya un año y medio casi sin sobresaltos, ella lo quería mucho y siempre se lo demostraba; él, un poco más mesurado, más bien era inexpresivo y había que andarlo empujando a que haga las cosas, sin embargo, había logrado estabilidad. Curiosa situación que contrastaba completamente la realidad antes vivida de los amantes descontrolados que no sabían que hacer con tanto amor que tenían, tanto amor que se terminó yendo rápido, ¿o quizás nunca se fue?


III

-Me caso- dijo Lucía a través del hilo telefónico. Su voz no había cambiado en lo absoluto.
-¿Qué?- Santiago se quedó pasmado. La redacción parecía detenida una vez más, como la habitación la última vez que la vio el día en que terminaron. Él abría y cerraba los ojos sin salir del asombro.
-Te llamo para invitarte a la boda, creo que ha pasado mucho tiempo y los rencores han quedado atrás, si es que alguna vez los hubo- explicó Lucía mientras se miraba al espejo de su dormitorio detenidamente, como siempre le había gustado hacerlo- siempre leo tus columnas, me agrada que te vaya bien en lo que te propusiste con el Estado, sabes que te necesitan. Ah, conseguí el número de la redacción llamando aquí y allá, porque nunca di con tu número personal.
-Esto tiene que ser una broma- Santiago no salía de su asombro.
-Dame tu dirección para enviarte el parte- le pidió Lucía con un tono algo melancólico.
-Vivo donde siempre, en el mismo departamento. ¿Cómo así? ¿quién es él?- preguntó Santiago con la voz cortada.
-Un amigo hace mucho, tú lo conocías también, alguna vez te hablé de él, bueno, tengo que colgarte, le dejé a la secretaria mi número, espero que puedas ir- se apuró Lucía.
-Espera… ¿cuándo es?- preguntó Santiago.
-En cinco meses y medio, cuídate, espero que todo te siga yendo tan bien, sabes que me alegra mucho saber que estás logrando cosas- se despidió sin más, Lucía.
-Gracias, pero bueno entonces él es… ¿aló?, ¿aló?

Había colgado. Un sentimiento extraño invadió a Santiago, inmediatamente le vino una especie de temor y de tristeza que no podía explicar, ¿habría sido por la llamada de Lucía después de tanto tiempo?, ella ni siquiera le preguntó si él tenía una relación, si estaba con alguien o no, llamó para comunicarme y nada más, pensó. Eran casi las seis, hora de la salida, entonces caminó rápidamente hacia donde estaba Alejandra, la secretaria que había recibido la llamada, querida Alejandra, sé que ya te vas, pero ¿podrías darme el número de la señorita que llamó hace un rato?, ya pues, no te hagas de rogar, no, no es mi amante ni nada de eso, es una socia que hace mucho tiempo trabajó conmigo y quiere que volvamos a hacer negocios, que no son negocios turbios, Alejandra, bueno, te estás tardando más, a ver si me das de una vez el número, por favor, sí, entiendo, gracias.

Hola, Lucía. Tu llamada me sorprendió mucho, la noticia más aún; estaré en el parque de la última vez hoy a las 9, si deseas vas y conversamos para que me cuentes qué ha sido de ti y de tu boda. Te espero, Santiago.
Escribió y borró una y mil veces el mensaje hasta que quedó ese, no sabía exactamente qué poner o cómo decirle que necesitaba que se vieran para que le contase qué había sido de ella en todo este tiempo y cómo es que de pronto se iba a casar así, después de tanto. Llegó entonces puntual al mismo parque, las mismas bancas y los árboles pero esta vez sin gris y dieron las nueve, las nueve y cuarto y nada, y las nueve y media y nada, ni siquiera se podía concentrar en el libro que había llevado por si había mucho que esperar, sentía los mismos nervios que antes, cuando estaban y se veían, esos nervios mezclados con amor y ansiedad, pero ¿por qué los volvió a sentir?, había pasado mucho tiempo y las cosas con Valeria iban de maravilla, no lo entendía, y no lo entendió hasta que a las diez menos cuarto apareció ella, con los labios más rosados que de costumbre, la naricita respingada y tímida y su cabello lizo, su caminar tan particular, nada había cambiado, ¿el tiempo se detuvo todos estos años, o qué?, y a lo lejos apareció y cuando se fue acercando le iba dibujando en su rostro una sonrisita como antes, como hasta la última vez que se vieron.

-No has cambiado nada- saludó Santiago con un beso nervioso en sus mejillas.
-Tú sí que has cambiado, estás más… ¿ancho?- se rió Lucía.
-Bueno, aquí se dice gordo, creo, ¿no?- ironizó Santiago.
-Está bien, estás algo más gordito entonces, pero después, no has cambiado nada- apuntó Lucía.
Se sentaron en la misma banca de hace tantos años. Su madera estaba algo carcomida por la lluvia invernal y el sol veraniego, no mantenía ya ese color vivaz que hacía parecer como embarnizada cada día, estuvieron riéndose por mucho rato, contando anécdotas, recordando algunas cosas, la noche era más silente que de costumbre, el parquecito estaba desierto.
-¿Cómo así, quién es él?- preguntó intrigado Santiago sintiendo que el corazón le latía muy fuerte.
-Es Alberto, un estudiante de mi curso, no sé si lo recuerdas, bueno, siempre habíamos conversado y jamás vimos nada en el otro, llegó un momento en el que me sentía sola, fue un momento difícil, mi papá falleció y me quedé sola, mi mamá no volvió de España y todo se complicó, él me ayudó mucho, de esto han pasado varios años, aprendí a quererlo, es una persona que me da seguridad, es un buen tipo- contó Lucía pausadamente, como cuidando cada palabra que iba a decir.
-¿Te ama?- preguntó secamente Santiago.
-No tanto como lo hiciste tú. O, en todo caso, no me lo demuestra- respondió Lucía.
-Y eso te gusta…-dijo Santiago.
-Sí- respondió Lucía. La banca del parque cada vez se hacía más angosta y ellos estaban poco a poco juntándose, sintiéndo esa suave brisa fresca de primavera que les acariciaba el rostro a ambos- aunque a veces quisiera otra cosa, a veces he sentido que no me termino de acostumbrar a esa forma de ser, pero bueno, yo lo amo con todo y sus defectos.
-Te veo segura- Santiago movió la cabeza como afirmando.
-Sí, es cierto. Cuando vino a proponerme lo del matrimonio me sorprendió, pero pensé que era el destino y que a su lado sería feliz y estaría bien, me siento tranquila creo- Lucía había empezado a anudar sus dedos y a chasquearlos, señal inequívoca de que estaba nerviosa, Santiago lo pudo notar inmediatamente.
-Ahora tú eres la que habla más y yo el que pregunta y responde lo necesario, al parecer- volvió a ironizar, Santiago.
-Sí, ya veo, las cosas cambian, ¿no?
-Exacto- respondió Santiago.
-¿Estás de novio? Seguro que sí- preguntó intrigada Lucía.
-Sí, aunque no de novio. Estoy con una muchacha colombiana, me ayudó mucho y me hizo muy bien, pero no tengo planes de nada- Santiago hizo un gesto de incomodidad casi imperceptible.
-Ah, entiendo. Pero bueno, ya deberías pensar en algo serio, ¿no?- reprendió Lucía.
-No se puede pensar en algo serio con alguien mientras no se tenga el corazón limpio, Lucía- Santiago miraba las hojas de los árboles y cerraba los ojos, recordaba la última vez que estuvo ahí con ella y pensó en que, como esas hojas, también él había perdido ese brillo que le daba el rocío.
-¿Has matado a alguien?- se precipitó Lucía.
-No, tonta. No me refiero a eso- explicó Santiago.
-Yo tampoco te he podido olvidar, me acabo de dar cuenta- balbuceó Lucía.

Los cuerpos se quedaron inmóviles, se detuvo una vez más todo, la quietud solo era removida por algunos pequeños remolinos de viento que venían del sur y que movían el cabelo lizo de Lucía, que se cogía las manos con más fuerza a medida que pasaban los minutos. No dijeron nada un buen rato, solo se miraron, fijamente, escrudriñaban lo más profundo de sus sentimientos e iban sintiendo impulsos inexplicables, ¿después de tanto?, sí, después de tanto.

Subieron al carro de Santiago y se fueron a pasar la noche a un hotel fuera de la ciudad, alguna vez antes habían ido, cómodo con una vista envidiable llegaron al cabo de una hora de camino. Pero, ¿tu futuro esposo no te va a esperar?, que no estará toda la noche, entiendo, y ¿le has sido infiel alguna vez?, ¿que no pregunte tonterías?, bueno solo era una curiosidad, ah, que solo conmigo le has sido infiel a alguien, bueno, te creeré, pero aún no le has sido infiel, que me calle, está bien, me callo, solo si me prometes algo: haz que esta noche sea la más larga de todas las noches de mi vida, por favor, Lucía.

No le preguntó más por Valeria, no hablaron más de Alberto, entraron al cuarto y recordaron desde el momento en el que se conocieron, hace una punta de años allá en el calor del desierto de Piura, cuando ella iba a la academia, cuando intercambiaban cartas de amistad, cuando en un parque también se dieron el primer beso, la canción que sonaba en sus cabezas en aquel momento y que ahora, después de tanto, volvía a sonar una vez más, y Santiago sintió celos mientras la desnudaba imaginando cómo le haría Alberto el amor a ella también, ¿te quita la ropa él como yo siempre lo hacía?, no y no preguntes tonterías, ¿disfrutabas con él también?, cállate, bésame y hazme el amor tú, porque mi cuerpo nunca dejó de ser tuyo y con nadie disfruté más hacer el amor como contigo, nadie me dio más placer y felicidad que tú, y cállate otra vez, Santiago, porque no sé qué demonios hago aquí si dentro de poco me voy a casar, y no hagas que me arrepienta, amor, olvídate ya de todo, al menos por hoy, por favor.

Y empezaron a besarse los eternos amantes con furia, sus labios rosados seguían tan suaves y tan perfectos y tan dulces y amargos a la vez para él, y los lamía y los mordía y ella a él, rápido, como si el tiempo que quedase fuera muy breve, y asía sus manos mientras la tenía de espaldas besándole el cuello y por detrás de sus orejas como tanto le gustaba antes, como tanto le excitaba, ¿no es cierto, mi amor?, sí, amor, sigue así, siento lo mismo que antes, siento que el tiempo no ha pasado, y de pronto ya le estaba quitando el brasier y veía sus pechos iguales, como antes, y los mordisqueaba y los besaba despacio, luego rápido mientras ella lo acercaba más a su cuerpo y así se iban desnudando ambos, desnudándose de penas, de distancias, de tiempo, de rencores y de olvidos, y revistiéndose de amor, del amor más puro y sublime que iban a consumar en aquel momento eterno para ambos, eterno para todos los que entiendan el amor que ellos sienten.

Entonces besándose quitaron lo último que les quedaba de ropa y quedaron a merced del placer irrefrenable que sintieron, sobre todo cuando él la penetró con su sexo enhiesto y ella sintió como burbujas gigantes que le explotaban en el pecho y en el corazón al ver otra vez el rostro de Santiago y sentir su cuerpo, su constancia y su devoción de vuelta; se sintió completa, extremadamente feliz y en paz consigo misma, y a él el amor no le cabía en el pecho: si tuviera que elegir un momento de mi vida para vivirlo siempre hasta morirme, definitivamente sería este, pensó.
Se dijeron que se amaban, conversaron de lo mucho que se hacían falta y volvieron a hacer el amor infinitas veces como hace mucho no lo hacían, en los lugares y las posiciones menos comunes para ellos, se divirtieron, rieron, bebieron vino, durmieron juntos y con ello, llegó el amanecer y la hora de partir, la maldita hora de partir para Santiago.

-¿Todo va a cambiar, verdad, Lucía?- preguntó Santiago.
-Nada puede cambiar, Santiago, te amo, pero me voy a casar- dijo Lucía mientras se alistaba para partir.
-Pero, tú sabes lo que sientes, cómo te puedes negar a eso…-se exaltó un poco Santiago.
-Yo sé lo que vivo, lo nuestro es muy aparte, Santiago, te espero en mi boda, ahora vámonos que se hace tarde- se apuró Lucía.
Antes de partir, se besaron profundamente, Lucía y Santiago entristecieron y volvieron a llorar. Ella le dijo que siempre lo iba a querer y que ahora sus vidas eran diferentes, como siempre, las luces de la mañana contrastaban con lo lúgubre de la habitación y la tristeza del lugar y así tuvieron que irse ambos, con un recuerdo más en la mente y sin olvido; llenos de momentos, como siempre, pero vacíos de esperanza y de oportunidad, vacíos del nosotros, de una vida juntos, que otra vez se nos escapa de las manos, Lucía.


IV

Dos meses después todo seguía como siempre. Santiago en el trabajo que le gustaba, con una novia que lo quería y a la que nunca volvió a serle infiel; Lucía y Alberto con los preparativos de la boda de la que ya todo Lima se había enterado, una de las más sonadas del último decenio, qué tal matri que se viene, merecen ser felices, hace tanto tiempo que se conocen, y así, las amistades de ambos comentaban con entusiasmo mientras los días se acercaban.

De pronto, un mensaje en el celular de él alteró toda la tranquilidad relativa que vivían las eternas vidas separadas de Santiago y Lucía: Necesito hablar contigo urgentemente, hoy a las 9 en el parque de siempre.
Valeria estuvo a punto de ver el mensaje, pero Santiago lo impidió usando los pretextos más inverosímiles que había dicho en dos años de relación. Esa noche tenían que cenar juntos, sin embargo con esos mismos pretextos salió de su departamento y pidió que Valeria lo esperara, que vendría en breve, que una emergencia, que el ministro necesitaba urgente de su ayuda, que algo ha pasado, yo regreso rapidito, espérame, te quiero.

-Santiago, estoy embarazada- Lucía lo saludó y miró fijamente un buen rato.
-¿Qué?- se sorprendió Santiago- ¿para eso me has llamado?, Lucía por favor…
-Santiago, es tuyo, es nuestro- Los ojos de Lucía no se desprendían de los de Santiago.
-¿Qué?, qué me estás diciendo, Lucía, no puede ser…- Santiago buscó respuestas que no encontraba aún.
-La última vez que nos vimos, ¿recuerdas?, bueno, al día siguiente, en la noche, viajé a España durante un mes, había discutido fuertemente con Alberto y decidí irme y pensar un poco las cosas, ahí pasó lo nuestro, volví y aún no tuve nada con él porque estábamos alejados, y ahora estoy embarazada, ya me hice los exámenes, ¿qué vamos a hacer?- Lucía parecía preocupada y desesperada, buscaba alguna respuesta en Santiago.
-No lo puedo creer…-Santiago no salía del asombro.
-Dime, Santiago, qué hago ahora, estoy a punto de casarme, ¿entiendes?, qué hacemos.
-¿Tú crees en el destino?- preguntó Santiago.
-A veces, pero contigo no- respondió con enojo Lucía.
-No mientas, pero si es así, pues deberías empezar a creer un poco más, ¿no te parece?

No se vieron durante varios días, pero ambos se pensaban, tenían la sensación de que todo había ocurrido sin intervalos de tiempo, sin estar lejos uno del otro, es como si todo hubiese fluido naturalmente, pese a la angustia y lo difícil del momento. Fue entonces, luego de una de esas noches posteriores a la última vez en el parque, que Lucía lo había decidido; se desperezó, fue hacia el lavabo, se miró durante unos largos minutos frente al espejo, se vistió rápidamente, cogió sus llaves y salió hacia la oficina de Santiago. Al llegar, en la puerta estaba él, con la misma cara de niño de hace más de diez años, sus gestos tímidos y moviendo las manos como siempre lo hacía cuando hablaba; junto a él estaba Valeria, tenía los ojos empapados de garúa limeña, y de su propia garúa también, grisácea, oscura, melancólica. Su voz ya no cantaba el dejo como antes, su sonrisa no irradiaba la misma luz, de pronto, se vieron los tres, todo se contuvo, hubo un silencio más largo que todos los silencios juntos que los tres pudieron tener, sentimientos encontrados, explosiones dentro de cada corazón, miradas estrábicas, perdidas, manos nerviosas, brazos que se agitaban de un lado a otro, todo se consumó entonces. Al otro lado, algunos pajarillos cantaban alegremente, comían de las manos de los transeúntes que les daban alimento y volaban, libres, como siempre, tan libres como los corazones de Valeria, Lucía y Santiago.

-Tomé la decisión sin conocer la tuya, pero a veces la vida me sale mejor cuando voy a ciegas, casi sin pensar- dijo Santiago, intentando explicar.
-¿Siempre tendremos una forma diferente de empezar otra vez, Santiago?- Preguntó Lucía.
-No lo sé, solo espero que realmente esta sea la última, Lucía- balbuceó Santiago.